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El abaranero Eduardo Molina, gana por segundo año consecutivo el premio literario Carnaval de Águilas en la modalidad de prosa

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El abaranero Eduardo Molina Carrasco, ha vuelto a ganar por segundo año consecutivo el primer premio del concurso literario sobre el Carnaval de Águilas, en la modalidad de prosa, con la obra titulada «La comparsa del fondo del mar», un relato que trata sobre el carnaval y los viejos carnavaleros implicados con su tradición, cuyo espíritu nunca muere.

El trabajo de nuestro paisano será publicado en un libro sobre el carnaval que se edita anualmente y lo recaudado tras su venta se destinará a una organización sin ánimo de lucro, que en está edición será Asteamur, una asociación de padres cuyo propósito es ayudar a las personas con trastorno del espectro autista.

Eduardo Molina Carrasco, primero por la derecha.

Molina, recogió su galardón en una gala celebrada este pasado martes en la Casa de la Cultura Francisco Rabal de la ciudad costera a la que asistió el vicepresidente de la Federación de Peñas, Juan Moreno y la alcaldesa del municipio, Mari Carmen Moreno.

LA COMPARSA DEL FONDO DEL MAR

Realmente era un instante mágico cuando el sol del invierno caía y la tarde aguileña, con sus traviesos tonos rojizos, incendiaba el viejo muelle.

Era el momento que marcaba el regreso de las vetustas barcazas tras una larga jornada marinera. En unos pocos minutos, la explanada del puerto volvía a la vida, entremezclando parloteos y risas proferidas por los duros hombres del mar. Voces graves blasfemando sobre labores, achiques y aparejos; pero agradecidos devotamente, a todas las Vírgenes cofrades, de poder volver un día más a sus modestos y cálidos hogares.

También en ese momento, con los colores del atardecer rodando como hermosas naranjas sobre las lejanas montañas, los gritos de la chiquillería inundaban las calles del pueblo en dirección al puerto pesquero.

Bromas y gritos de niños descalzos, corriendo sobre la cristalina mar, avisaban a perros y gatos de no asomar hocico alguno hasta relajar de nuevo el rabo.

A veces, el balaguero de niños corría con tanta prisa hacia la esquina del muelle que se cruzaban con sus padres y, ni unos ni otros, eran capaces de recordar si realmente batieron sus miradas. El espíritu del carnaval les bullía dentro y tanta celeridad pueril era para reunirse con el tío Antonio El Rollo, pescador ya muy anciano que se resistía a alejarse del bullicioso litoral y de la salazón marina, patrimonio espiritual que le había acompañado toda su vida.

Antonio, alias El Rollo, era el panal y sus historias, sobre el carnaval, no eran sino la miel que buscaba la chavalería.

El apodo de El Rollo, que no le cayó por su enorme habilidad para contar relatos, provenía de las costumbres enseñadas por su madre. Ésta le transmitió la maña de remendar artes de pesca y el hábito de portar siempre un carrete o rollo de hilo y su correspondiente navaja y aguja, según el tipo de malla a zurcir. No había red que se le resistiera ¡mira!, ni compañero al que le diera una negativa cuando le venían a pedir ayuda.

“Antonio, Antoñico, sé que es tarde pero la malla del trasmallo no aguanta a mañana”. Cerco, trasmallo o arrastre. Todo lo tejía, todo lo arreglaba, todos le querían.

Ni por mil años que pasen, los que lo iban a buscar querrían olvidar su silueta recortada sobre el monte del castillo. Allí en el apartado rincón, sólo con sus pensamientos y con sus fábulas. Con la edad, su sombra sobre la polvorienta tierra del ancladero menguó, pero en época de carnaval solía alargarla con pintorescos sombreros de brillos y plumas. Acostumbraba a enmarañarse, en el dedo gordo de su pie derecho, parte de las redes que tejía, para tensarlas o no, en caso de necesidad de la labor. No era difícil adivinar que ese pie había pasado más días a careo que embutido en una alpargata.

Cuando los chavales lo oteaban ya cerca, dejaban sus prisas y aminoraban la marcha, temerosos de que el excesivo bullicio desembocara en una negativa a contar esa tarde la ficción de rigor.

El Rollo siempre los recibía inicialmente con una mirada indiferente o desafiante, según se hubiera deformado más o menos -e incluso roto- alguna de sus viejas agujas de remiendo. Pero esa pose le duraba poco, rasgándola pronto con un movimiento de cabeza que les invitaba a sentarse.

El Tío Antonio era un carnavalero de los pies a la cabeza y esa afición se la había transmitido a la zagalería a través de sus cuentos de magia, embrollos, hechizos y disfraces. De hecho, muchas de sus narraciones comenzaban con una red destrozada por la Mussona, en su afán por fastidiar a los pescadores del pueblo. Sus historias también solían terminar con una muchedumbre buscando a enamorados en la noche carnavalesca, y encontrando únicamente restos de estopa de la bestia marina en los ventanucos de los desventurados amantes.

Aquel día El Rollo no quería empezar sus chismes sin que llegara el Juanico, que venía cabizbajo y sombrío siguiendo la estela de los demás. Todos sabían que su abuelo, viejo lobo de mar e íntimo amigo de nuestro trovador de redes, les había dejado la noche anterior. Muchos carnavales habían unido a estos dos hombres. Muchas mascaradas, cuerva y baile en comparsa los habían hecho hermanos para siempre. Y por eso Antonio, disimulando su pena, dejó salir por sus poros la historia del día:

  • Vamos Juanico. Arriba ya a nosotros y fondéate junto a mí. Muy bien, muy bien, cala ese ancla y alegra tu proa. Necesitaba que llegaras para poder contar lo que me ha pasado hoy. Esta mañana, cuando empezaba a dibujar el día y mis redes todavía dormían bajo la sal del rocío, he visto flotar en el agua cristalina una de las plumas que llevé en el último carnaval. Al principio parecía una de esas que sueltan los albatros de la zona cuando empollan, ¡pero ni hablar! Era un plumón de los trajes últimos que llevamos el abuelo de Juanico y yo. ¡Qué alegría me ha dado! Juanico, Ya le puedes decir a tu abuelo que he recibido su señal, que se la agradezco y que me alegra que haya llegado bien.
  • Tío Antonio-dijo el niño con una trabazón que simulaba un nudo de as de guía en la garganta-, no le entiendo bien lo que me dice. Además, ya no puedo hablar con él por mucho que lo desee.
  • Mira nenico, yo te explico porque no es fácil de entender la ruta que marco hoy. Los carnavaleros de Águilas, por muy difícil que sea de entender, no moriremos nunca. ¿Me entiendes? Nunca. Los aguileños comprometidos con nuestras tradiciones, con nuestras peñas y en las comparsas de baile, cuando llega nuestro momento, nos dejamos llevar por el viento terral, que sopla en la noche del interior hacia la mar. Esa brisa de tierra nos sumerge en las aguas, donde continuamos un carnaval durante todo el año. A veces, cuando la amistad y el cariño es tan fuerte como el hierro que sacaban los ingleses por filones de la Cuesta de Gos, los seres queridos que se han ido envían señales a tierra. Aprovechan los vientos de la virazón, que soplan precisamente de la mar a la tierra. Y ha sido así como sé que tu abuelo dice que nos quiere, que ha llegado bien y que existe realmente ese paraíso para el pueblo de Águilas que ama su carnaval.
  • El niño Juan no pudo evitar caminar hacia la mar y meter sus pies en el agua. Caían lágrimas. No solo de sus ojos, también de todos los amigos que fueron a arroparlo rápidamente. Pero una sonrisa centelleó en su mojada cara cuando, al bajar la cabeza, encontró realmente una pluma acariciando lentamente sus pies.

Eduardo Molina Carrasco.

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