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Carmelo Gómez: «Las vacunas y sus otros efectos»

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En un artículo remitido por el abaranero Carmelo Gómez, presidente de la Sociedad Murciana de Enfermería Geriátrica y Gerontológica, que versa sobre las vacunas contra la Covid en las residencias de mayores y «sus otros efectos», afirma, entre otras cosas que «Las vacunas nos han traído alegría, mucha alegría. Sea de la marca que sea. No estamos para ese tipo de tonterías mediadas por luchas ocultas mercantiles de las farmacéuticas. Prácticamente no provocaron reacciones adversas. Al menos de las de tipo clínico sintomático».

Hoy es un día especial para mis hijas. Es mi cuarenta y ocho cumpleaños. Cada año soy más consciente de lo que significa haber pasado el ecuador de mi esperanza de vida. Empieza a preocuparme la aparición de enfermedades propias de esta franja de edad, que me parecían muy lejanas mientras estudiaba la carrera. Enfermedades que dejarían a mis hijas sin un padre que las proteja mientras pueda con un cuchillo en la boca si es preciso. Es la fecha que me he marcado para hacer repaso de más de un año de auténtica pesadilla.

Casi cuatrocientos días, con cada una de sus noches, en las que no he podido dormir más de tres horas seguidas sin la ayuda de fármacos. Todo esto me ha afectado, lo reconozco, tanto en mi vida personal como en mi trabajo habitual. Durante estos meses he perdido en más o menos intensidad a algunas personas que consideraba amigas; no han muerto, siguen estando pero ya no están ahí, donde yo pensaba que estarían siempre. Pero también me he encontrado a amigos nuevos, algunos son viejos conocidos que al actualizar e intensificar el contacto ha surgido la admiración y el respeto. Pero hoy sé que a pesar de haber cambiado (a quien no haya cambiado esta maldita pandemia debería ir al cardiólogo) estoy mejor que antes de navidad, que antes de vacunarme. La vacuna no ha sido el único elemento de mejora, eso está claro, pero ha sido importante. Necesitaba vacunarme para dar un nuevo empujón a mi trabajo. La vacuna no te vuelve inmortal, pero hace que el peso que uno siente al ser consciente de que puede ser el vector de un brote en una residencia disminuya sin perder la atención sobre lo que hace. Miles de compañeros/as se sienten de manera parecida; tenemos menos miedo, aunque éste no haya desaparecido. También hemos sido espectadores de primera fila del proceso de vacunación de los mayores que cuidamos en las residencias. Pensaba que ellos lo celebrarían, más incluso que nosotros, pero cual de grande ha sido mi sorpresa cuando he podido comprobar que no ha sido así.

Miles de ancianos siguen teniendo pesadillas cada noche a pesar de llevar puestas las dos dosis de la vacuna. De estos algunos no quieren que nunca más se les vuelva a cerrar la puerta de la habitación; les recuerda cuando sacaban los cadáveres de sus compañeros, amigos, por el pasillo, sin que nadie les dijera quién había abandonado su pequeño círculo de amistades. Muchos dicen que no puede quitarse el olor a lejía de la nariz, a pesar de estar en la calle. Otros solo quieren abrazar a sus nietos otra vez, una vez más, después de más de un año sin poder hacerlo, no sea que tengan que volver a «encerrarlos» y ya nunca jamás puedan hacerlo.

Ahora, tras las visitas programadas de las familias, quedan mucho más tristes con su marcha, porque ahora saben lo que pueden perder de verdad. Se quedan llorando, oliendo su ropa tras haber sido esta impregnada por ese olor infantil e inocente del amor puro de los nietos. También tienen pesadillas muchos familiares. Los sentimientos de una culpa irracional, pero propia de algunos momentos iniciales del duelo, les corroe por dentro, pues ellos llevaron a sus padres, abuelos para que estuvieran mejor cuidados que en sus casas. Una culpa que se convierte en una losa cuando el mayor ha fallecido. La sensación de vacío eterno, de un anhelado último abrazo, aunque fuese con un maldito EPI puesto, quedará para siempre, si no ponemos alguna medida paliativa en marcha. 

Conozco casos dramáticos de personas que han perdido a amados padre y madre, en un intervalo de cuatro horas, en una habitación de hospital a la que no pudo entrar, sin poder mirarles a los ojos para despedirse aunque solo fuera a través de miradas empañadas de lágrimas. Padres a los que por responsabilidad no fue a visitar en navidad para evitar el contagio. Recuerdos de sonrisas de otoño, de «te quiero más que a mi vida», de «dale besos muy grandes a los niños de su abuela y abuelo», de «diles que tenemos muchas ganas de verles, y a ti también…», todos ellos enviados, y sin embargo sentidos, al otro lado del teléfono a kilómetros de distancia, donde el tacto de un abrazo, el calor de una caricia entre las mejillas, no puede llegar.

Las vacunas nos han traído alegría, mucha alegría. Sea de la marca que sea. No estamos para ese tipo de tonterías mediadas por luchas ocultas mercantiles de las farmacéuticas. Prácticamente no provocaron reacciones adversas. Al menos de las de tipo clínico sintomático. Las reacciones han ido apareciendo después, a los meses. En numerosos casos los ancianos de las residencias han vuelto a desaparecer del escenario de la actualidad. Por un lado se agradece, porque algunos medios se aprovecharon de la desgracia ajena para buscar la portada a través de noticias de mal gusto, mal sopesadas sus consecuencias, influidas ideológicamente, buscando la confrontación inargumentada con los dolidos familiares. Por otro lado, se les vuelve a obviar. Los mayores de las residencias al principio se asociaron a muerte segura tras los brotes. Se cayeron algunas máscaras. Muchos entonaron incluso el «nostra culpa» (porque entre políticos y sanitarios eso del «mea culpa» da miedo). Pero bueno, lo importante fue la promesa de no dejar que la colaboración en el gerontocidio institucional volviera a ocurrir. Ilusamente, sin rencor, olvidando las eternas confrontaciones con políticos sordos de corazón, nos conformamos con eso, con las buenas intenciones. 

Algunas compañeras de los Centros de Salud, e incluso algunos equipos interdisciplinares de los hospitales, comenzaron a visitar algunas residencias para conocer qué necesitábamos, y sobre todo qué era lo que habitualmente hacíamos. Todas coincidieron en el mismo veredicto tras el juicio sumarísimo: el trabajo que se había hecho por parte de los profesionales de las residencias, teniendo en cuenta los medios con los que contaban (que son los mismos con los que cuentan en la actualidad, ni uno más), resultaba impecable, inmejorable por ellos mismos. Todo ello, con profesionales que cobran una media de 800-1.000 euros menos que sus compañeros de la salud pública, haciendo en este caso las mismas, si no más, actuaciones en pro de la salud de la persona mayor. A la gente se le olvida que las intervenciones del SMS durante los brotes en las residencias fueron exitosas, además de por su presencia, por la inestimable y necesaria colaboración de médicos, enfermeras y auxiliares de la propia residencia, cobrando la mitad del sueldo que las mismas compañeras del SMS, pero echando muchas más horas. Bajo los uniformadores EPIs, buzos despersonalizadores y gafas y mascarillas ladronas de miradas, uno sabía quien era la compañera de la residencia, distinguiéndola del resto por la forma con que se aproximaba al mayor. Para esta persona el anciano no era solo un paciente. Era su anciano, aquel al que conocía, aquel al que se había comprometido a cuidar, pero a cuidar de verdad, hasta el momento que la muerte dejara su cama libre. Aquel que ella, a diferencia de los extraños, lloró esa noche, cuando el resto estaba más preocupado en meterlo en el doble sudario y sacarlo pronto de la residencia.

Las vacunas también trajeron esperanza. Cuanta esperanza. Quizás más expectativas que las simples actuaciones de los compañeros de los centros de salud podrían satisfacer. Solo queremos que alguien pregunte por los mayores, y por sus procesos. Que no vuelvan a sentirse solos y abandonados. Porque el abandono de antes del 13 de marzo quizás podía justificarse por la falta de conocimiento de la situación en la que vivían. Pero el abandono de ahora les descorazonaría; nos descorazonaría también a todos los que les cuidamos. La vida deja de tener tanto sentido cuando el Estado que protege a otros millones de ciudadanos no quiere protegerte a ti. Tras contarle esto a uno de los pocos mayores de una residencia que cognitivamente podían entender la situación solo me preguntó tras unos segundos en silencio, con la mirada baja: ¿pero porqué no nos quieren Carmelo?¿qué les hemos hecho nosotros a ellos?. Preguntas de esas que uno puede responder, pero que no responde porque sabe que la respuesta va a doler más que el silencio.

Las vacunas trajeron esperanza, si, pero por lo visto la de que el virus, el maldito bicho, no vuelva a entrar a matar a los ancianos, o a tantos ancianos como antes, ¿quien lo sabe hasta que pase la cuarta oleada?. En cambio, paradójicamente, los mismos 3 ml que han salvado muchísimas vidas, han hecho que los de siempre vuelvan a hacer lo de siempre: olvidar a los ancianos de las residencias. Y con este olvido solo han provocado sufrimiento.

Además, las vacunas han tenido un efecto de anestesia emocional para los responsables de muchos departamentos y organismos, públicos y privados. Esa es la única explicación que se me ocurre cuando he leído hace unos días en prensa que el PSOE quiere registrar una iniciativa para crear la figura de «supervisor» en residencias, en el marco formativo de la Formación Profesional. Cuesta mucho trabajo asumir que el partido que está en el Gobierno, espoleado por su Sancho Panza coletero, todavía se lance sin preguntar contra ciertos molinos, que no gigantes, más si cabe cuando esos molinos no lo son siquiera. Escuchen bien, señorías, el problema de las residencias, uno de los más importantes y acuciantes, es la falta de respeto que el gobierno, este y los pasados, nacionales y autonómicos, han venido teniendo tanto con las trabajadoras de las residencias como con sus habitantes, cientos de miles de ancianos dependientes en este país de locos. 

En cuanto a las trabajadoras, hasta el momento el Ministerio de Trabajo ha avalado los acuerdos de los Convenios Colectivos Marco, cuyas tablas salariales son más propias de la posguerra que de la situación que ha surgido en los servicios sociales tras la entrada en vigor de la Ley de Dependencia. No es asumible, y mucho menos defendible tras la pandemia, que una enfermera cobre una media de 1.250 euros mensuales, o que una gerocultora (auxiliares de enfermería) perciba unos 800-900 euros, según las noches que le toque hacer; y todo ello por un trabajo similar en responsabilidad al que hacen estas mismas compañeras en otros entornos laborales públicos donde casi duplican el sueldo. Posiblemente la culpa también deba recaer en la parte social. Esta es la responsable de pagar cantidades MISERABLES a las organizaciones que gestionan residencias y centros de día de mayores, para que cuiden «dignamente» de ancianos frágiles, vulnerables, dependientes en grado máximo. Aquí el anciano no parece que importe sino crear más plazas por menos dinero, como si de kilómetros de carretera pública se tratara. Un ejemplo, en una de las comunidades autónomas más extensas de nuestro país durante la crisis del 2008, se modificó el decreto de mínimos con el único objetivo de disminuir (si, he dicho reducir) las ratios de personal, para así, de este modo, ahorrarse la subida de los contratos si no una reducción del coste de los mismos. Esperemos que la vacuna no tenga un efecto perverso en los responsables de revisar decretos de mínimos, si es que algún quinquenio de estos lo hacen, o cuando deban actualizar al alza los conciertos sociales, más si cabe si en algunos se publicó una orden donde la Administración se prohibía a sí misma revisar al alza los conciertos sociales.

Es momento de vacunas, sí. Pero debemos estar atentos tanto o más a determinados efectos perversos indirectos y retardados de la misma que al pulsioxímetro o al termómetro, que también.

Ojalá, estimado lector, a tí no te ponga una de estas vacunas. Ojalá no pierdas el respeto a tus mayores. Ellos no pidieron ponérsela. Se las pusimos nosotros para que no murieran por el virus. Pero, por lo visto, otros se la pusieron para poder olvidarse del problema de las residencias, y con ella de los ancianos que allí viven.

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