La memoria colectiva de Abarán guarda entre sus páginas una tradición que desapareció hace ya más de medio siglo: los encierros taurinos. Según una investigación de José David Molina Templado, publicada en el periódico La Noria el 23 de septiembre de 1995, los últimos encierros en el municipio se celebraron entre 1956 y 1958.
El programa de esta semana de Álvaro Carpena, recuerda como los toros llegaban desde Peñascosa (Albacete), donde la familia Samuel tenía una dehesa. Tras recorrer veredas conocidas por los gañanes, eran conducidos hasta una finca en Cieza propiedad del empresario Félix Gómez. Desde allí, atravesaban la zona del Ramblar del Moro para entrar en Abarán por detrás del cementerio y alcanzar la carretera de Cieza, a la altura del almacén 5×5.
La expectación era máxima: vecinos aguardaban ya en la carretera para ver pasar la manada, guiada por mansos que conocían el recorrido de memoria. El verdadero encierro comenzaba en la curva del Portichuelo —hoy la Garita, donde se encuentra el kiosco del Bolo—. Aprovechando el estrechamiento de la calle, un grupo de intrépidos corredores, seguidos de una camioneta, aceleraba la marcha hasta la plaza, atravesando la cuesta abajo de la calle Colón.
El recorrido era corto e intenso. La plaza de la Zarzuela y la porchada de Macanás servían de refugio para los espectadores, mientras los corredores, algunos de ellos muy veloces, llegaban incluso antes que los animales. No existían peñas ni el ambiente festivo de hoy: se trataba de una cita donde el valor y la emoción eran los verdaderos protagonistas.
Sin embargo, la tradición se truncó tras un accidente que marcó un antes y un después. Durante uno de los encierros, en la entonces calle General Sanjurjo (hoy Gran Vía), un toro se dio la vuelta y emprendió carrera en sentido contrario. A pesar de los intentos de algunos vecinos por detenerlo, el animal alcanzó a un hombre que, bajo los efectos del alcohol, se cruzó en su camino. La embestida le provocó graves heridas que lo mantuvieron varios días hospitalizado.
El toro siguió su recorrido hasta el campo de fútbol, donde finalmente fue reconducido de madrugada gracias a la pericia de Alfonso —conocido como Domingo, el de la plaza de toros— y otros voluntarios. Aquella peligrosa jornada supuso la decisión definitiva de las autoridades locales: los encierros no volverían a celebrarse en Abarán.
Hoy, queda el recuerdo de unas fiestas diferentes, sin artificios ni excesos, donde el riesgo y la emoción de los encierros taurinos formaban parte del pulso festivo del pueblo. Una página más de la historia abaranera, conservada en la memoria de quienes vivieron aquellos intensos días.
