Cuando en diciembre de 1978 los españoles ratificaron la Constitución, dieron el visto bueno a un texto legal, pero, sobre todo, certificaron la llegada de un viejo anhelo. El de una democracia plena, estable, en cuya ley fundamental todos los partidos y territorios hubieran participado, y en la que todos los españoles se sintieran reconocidos. El resultado del referéndum así lo demostraba. Por fin íbamos a poder aspirar a ser como los países más admirados de nuestro entorno, aquellos que nos habían servido de espejo en el que mirarnos durante los oscuros años del franquismo.
Cuarenta años han pasado desde entonces, y la Constitución ha cumplido con creces las expectativas.
Hoy somos uno de los países centrales de la Unión Europea, a cuyas instituciones entramos en 1986 con ánimo constructivo, sabiendo que el futuro de España se jugaría también en la construcción política del Viejo Continente. Entre otros progresos, con esta Constitución nuestra renta se ha multiplicado, algo que permitió modernizar el país, dotarlo de un Estado del bienestar que, aunque incompleto aún, parecía inalcanzable poco tiempo atrás.