El abaranero Carmelo Gómez Martínez, Presidente de la Sociedad Murciana de Enfermería Geriátrica y Gerontológica refleja en un artículo la trágica situación que se esta viviendo en algunas residencias afectadas por brotes de Covid-19 «Jamás me imaginé que fuera tan real la posibilidad del terror ante la impotencia. Es la vivencia de la sensación de una pesadilla de la que no puedes despertar; llantos y gritos de miedo y rabia que no cesan aunque pasen los días«.
No es fácil comenzar una entrada después de lo vivido durante estas tres últimas semanas. Tras contemplar ineluctablemente como iban cayendo en brotes una residencia tras otra, al final le tocó el turno a uno de los centros de mayores que coordino. Al final, «brote» es el término que ha venido a sustituir al de vida, rara pero vida.
Es muy duro comprobar como a pesar de haber hecho todo lo humanamente posible al final el maldito virus se deslizó silenciosamente, traicioneramente, hasta los pies de las camas de decenas de ancianos vulnerables, frágiles, indefensos ante tan tremenda y cruel amenaza. No nos dimos cuenta hasta que ya todo fue inútil. Una vez entra en los cuerpos de los mayores estos se convierten sometidamente en sus dominios.
Sí, me lo habían contado decenas de compañeras de trincheras, diferentes a la mía pero trinchera al fin y al cabo. No es que no las creyera, que va, pero jamás me imaginé que fuera tan real la posibilidad del terror ante la impotencia. Es la vivencia de la sensación de una pesadilla de la que no puedes despertar; llantos y gritos de miedo y rabia que no cesan aunque pasen los días. Pasados esas jornadas interminables, y tras ver como muchas compañeras lloraban de pena e impotencia a mi alrededor, mis propias lágrimas han decidido salir de mis ojos, en silencio y en soledad, para drenar sin demasiado éxito una tensión y rabia indescriptibles. Sirven para rebajar un poco la sensación de opresión en el pecho, que no te deja respirar últimamente, para que las manos dejen de temblar. Pero un rato después siempre llega un maldito WhatsApp que te vuelve a hacer temblar, mientras la losa de compacto mármol se apodera de mi caja torácica haciéndome caminar encorvado durante el día y la noche, incluso mientras duermo.
Muchos hablan de lo mal que se pasa en el hospital. Tampoco son pocos los que se pelean, discuten y se enfrentan en relación al cierre de los bares, las fiestas de los adolescentes de cuarenta y cincuenta años, de la «limitación de unas libertades» que dejaron de serlo bajo la dictadura del SARS-Cov-2. Pero muy pocos nos hablan de los sentimientos y de las emociones que se experimentan cuando ves sin poder hacer mucho para evitarlo cómo los mayores a los que cuidas diariamente enferman, y algunos mueren. Este fin de semana estaba confuso, aletargado, apenado, entristecido. Antes de que nadie le ponga una etiqueta diagnóstica a esto (que no digo yo que la tenga) ya les digo que simplemente estoy «afectado» por lo que pasa a mi alrededor. He intentado engañar a mi mente viendo alguna película de esas que me llevan a filosofar con el espejo del baño. La elegida ha sido la legendaria «Bladerunner» (Ridley Scott, 1.982); la antigua, la buena. Espectacular, como cada vez que la veo. Y nuevamente, como me pasa desde su primer visionado, he llorado junto a Roy Batty, interpretado magistralmente por el grande Rutger Hauer. Al final de su metafísico monólogo se lamenta de que toda su vida desaparezca con él cuando muera, «como lágrimas en la lluvia». Se abre, a partir de ese momento, una reflexión filosófica acerca de nuestra verdadera esencia como seres humanos. No he podido evitar que me venga a la mente, nuevamente, el sonido de las lágrimas de tantas y tantas personas durante estas semanas. Lágrimas de dolor, de rabia, de frustración de tantos mayores, de sus pobres familias, y de unas abnegadas profesionales.
Me apenan sin remedio alguno las lágrimas de los mayores de las residencias. Por si no hubieran tenido bastante con el encierro que sufren desde el mes de marzo, con el brote sus vidas importan en la misma medida en que se obvian. Así, me atrevo a diferenciar entre vida, como experiencia biológica, y vida, en cuanto sentido de vivir. Me decía Carmen, una de esas pobres almas encerrada en su habitación: «esto es vivir pero en un sinvivir Carmelo»; solo puedes llorar bajo el anonimato del maldito buzo al escuchar como Consuelo te dice llorando desesperada: «cuando veo que alguien pasa con una bala de oxígeno digo Señor que no me toque a mí, pobre familia la mía a los que voy a dejar así sin poder darnos un último beso, sin ver por ultima vez a mi nietecita». Lo importante en esos momentos es salvar vidas, que duda cabe. Pero a veces no nos paramos a pensar en los efectos colaterales, inevitables en esas horas. Pero esta inevitabilidad no nos puede callar a la hora de desahogarnos. Se te tambalean todos los cimientos de lo que sabes y has vivido cuando un anciano al que tratas de salvar de la muerte segura por el Covid te dice llorando que «no quiero seguir así, quiero morirme, no quiero vivir encerrado esperando a la muerte». Ahora mas que nunca soy consciente de que esta enfermedad llegó mucho antes a las residencias, y se llama miedo. Y se quedará con este nombre cuando el virus salga de la residencia, con la promesa de que en cuanto pueda volverá a visitarnos. Comparadas con las lágrimas de los mayores las mías son solo un leve rocío.
No podemos olvidar ni banalizar las lágrimas de las familias. Cientos de hijos, y nietos, sobrinos, y hermanos que no saben donde ponerse, cuando llorar, ni a quien dedicarle esas lágrimas. Sentados todo el día a la espera de una llamada que les diga solo «está igual que ayer, sin síntomas, y de momento estable». Con qué poco se conforman los pobres. Cualquier cosa que se les diga estará bien siempre y cuando no les llame el médico lo cual significará que o bien su familiar mayor ha empeorado o que ha muerto. Es difícil describir con palabras lo que se experimenta al mirar directamente a los ojos empañados de lágrimas de las familias, tras las gafas y la doble mascarilla. Deben equiparse por completo si quieren ir hasta donde se encuentra su madre o padre, o abuela, agonizando, y así poder despedirse de ella. Es la única visita permitida. Todos los familiares quieren ver a sus mayores pero ninguno quiere hacerlo en esas circunstancias. Es muy duro llamarles para decirles que pueden hacer uso del protocolo de últimos días para ver por última vez con vida a un padre, madre, abuelo. Los que quedan en casa sienten rabia, que es el dolor enmascarado. Te hablan mal por teléfono, algunos nos culpan de lo sucedido. Pero es que es normal que lo hagan; hay que dejarles un poco de margen para liberar sus propias tensiones; ante ello solo nos queda saber escucharles con compasión y autenticidad. Nadie mejor que ellos y nosotros sabemos del horror del que hablan. Algunos se sienten irracionalmente culpables por haberles llevado a aquella residencia, y si nadie hace nada por remediarlo esa culpa se convertirá en un peso del que nunca se liberarán. Al virus invisible nadie puede denunciar ni dirigirse personalmente para maldecirlo.
Las lágrimas que sin duda me duelen con renovado pesar es la de mis compañeras. Aunque todos pueden hablar de como se sentirán al ver las fotos por televisión casi nadie puede hacerlo en primera persona. Sus lágrimas de impotencia, y de injustificada culpa, silenciosas para no entristecer más a los mayores queman sus corazones al brotar hacía adentro. Las caras hinchadas que se ven en silencio en los descansos para fumar o beber un poco de agua, son una huella clara de haber estado sorbiendo para adentro sus propias lágrimas. Cuando un anciano muere en una residencia no es un número más en el tétrico listado que sale cada día en los medios. Para mis compañeras siempre es alguien, con nombre y apellidos, no es un paciente sino José, o Sacramento, o Francisca. A ellos dedicaron todos sus esfuerzos desde que llegaron a la residencia. No han muerto porque les tocaba, como he oído alguna vez por fuera. Han muerto porque un maldito microorganismo se coló colgado a una de ellas. Es un hecho inevitable. Se puede posponer, sí, pero por un tiempo indeterminado. Lo que sí sabemos es que conforme aumenta la incidencia de casos en la población que vive fuera de la residencia aumenta exponencialmente la probabilidad de que un día el virus llegue a sus ropas, o a su pelo, o a su sus manos traído a sus casas por hijos irresponsables que se han ido de fiesta con personas que casi no conocen sin mascarilla, o por maridos que han estado con otros maridos de otras compañeras trabajando juntos en la obra o en el campo; o lo mismo se lo ha regalado la tendera de la esquina sin saberlo. La vida debe seguir, aunque parece que a costa de la de otros.
No he visto personas más valientes, abnegadas, y merecedoras como nadie de ser llamadas «cuidadoras» que las compañeras que durante estos días están en esas trincheras que son los pasillos de las residencias, tras las barricadas de las aduanas y papeleras, rodeadas de armas y proyectiles de gel hidroalcohólico y lejía diluida. Nunca antes el olor a lejía había dolido tanto. Si algún día termina esta pesadilla, para muchos de nosotros será inevitable asociar limpieza con miedo y muerte. Y hablando de suciedad, es inevitable no escupir el estupor con el que leí una reseña de un periódico en el cual uno de los sindicatos mayoritarios en este país y en esta Región, criticaba lo bajo e inmerecido de los salarios de los pobres trabajadores de las residencias, por lo visto explotados por jefes de sombrero de copa y puro en mano. Tamaños imbéciles y cretinos aquellos que con tan raquíticos y desfasados argumentos pretenden deslegitimar una relación laboral enmarcada por un Convenio que ellos mismos firman en Madrid, a pesar de las quejas de las entidades y las trabajadoras. Infame intento de manipular a los lectores y telespectadores cuando se afirma eso siendo el que lo predica uno de los más culpables causantes de tal situación.
No podemos olvidar la desfachatez del otro gran sindicato, el gran beneficiado de esta pandemia, el de las enfermeras de los centros públicos. Ya llevamos 1.500 enfermeras muertas en 44 países en lo que llevamos de pandemia. Desahuciadas de la Comisión de la reconstrucción del modelo sanitario como si nuestra opinión no valiera un pimiento salvo para servir de salvapantallas a otros profesionales menos valientes. Como pueden mirarse al espejo sin sonrojarse por vergüenza esas compañeras enfermeras «liberadas» vendidas a un «mercado» de afiliaciones provenientes de los centros públicos abandonando a su suerte a cientos de compañeras enfermeras, también muchas de ellas afiliadas (ya sabemos que para nada), que trabajamos en el sector privado. Y aun estando rodeados de tanto inepto e incapaz, mis compañeras hacen como nadie lo que nadie les enseñó nunca: sonreír a los mayores. Que bello es sonreír con la mirada. Casi tanto como que la otra persona sepa solo a través de las gafas que le estás sonriendo, solo a ella, a nadie más. Es admirable y entrañable como mis compañeras se sorben los mocos del llanto de la tristeza mientras que con los ojos sonrientes con fuerza a aquellas que las ven como lo más parecido a una familia.
Tampoco son desdeñables las lágrimas que durante estos días brotan de tantos y tantos directores de residencias al verse impotentes frente a tan enorme gerontocidio promovido por parte de los dirigentes políticos. Algunos de estos nos han echado de sus despachos. Otros ni se han dignado a recibir a un sector tan digno como agónico. Haciendo uso del dicho aquel que versa que «no hay mejor defensa que un buen ataque», muchos de estos políticos de medio pelo enlacado y barbas descuidadas, salidos de hediondas alcantarillas putrefactas, se atreven a comparar nuestros centros con «negocios» que tal y como les pasa a los bares están en crisis. Supongo que la comparación vendrá condicionada por haber pasado más tiempo en un bar que en una residencia (salvo en navidad cuando van con las cámaras para hacerse fotos con «los pobres abuelitos»). Nuestras casas no son negocios «señoras y señores» míos. Son los lugares elegidos por muchos de ustedes para que miles de mayores beneficiarios de plazas públicas puedan vivir lo que les queda de vida. Vida que ahora peligra no solo por el virus. También peligra por su dejadez, su incapacidad para gobernar, y por su demagogia llevada al extremo de la hipocresía. Podrán escaparse al juicio de aquellos provistos de togas negras. Pero jamás podrán escaparse del juicio de la historia y de aquellos que con suerte y esperanza sobreviviremos a esta pesadilla. No podrán eludir la vara con la que se mide la dignidad y la humanidad. De eso mis compañeras, los mayores y sus familias podrían darles lecciones eternamente y sin esfuerzo. Atónitos, contemplamos como dirigentes irresponsables e indignos de ocupar, y cobrar por el asiento que únicamente calientan, nos amenazan con enviarnos a los inspectores de servicios sociales a las residencias como venganza por lanzar un grito de atención desesperado como hicimos esta pasada semana después el desagravio inaceptable de quien en un momento dado pensó, como otros antes, que la Consejería de Política Social era «una María», donde con la Beneficencia todo se puede hacer. Una nueva prevaricación, esta ya oficial y recogida incluso por los medios de comunicación. Estamos a las puertas de una tercera oleada, sin saber si hemos salido de una segunda comenzada con el estío, y seguimos sin tener a nadie en el IMAS que responsablemente responda y encabece una gestión adecuada de la pandemia en las residencias y en los centros de día (los grandes olvidados y manipulados). Probablemente será porque todavía lo encabeza la misma persona que en la primera oleada, es decir, NADIE. Los técnicos están exhaustos, como nosotros, mientras que sus jefes se preocupan de «pensar» (Dios mío que miedo) un nuevo modelo de residencia sin saber en qué consiste en actual modelo. Que malos tiempos para irse a vivir a una residencia si usted cree que alguien en Alonso Espejo o en la Avda de la Fama va a velar por su familiar mayor. No se engañe, sus padres solo le tienen a usted y a nosotros, que no somos pocos pero sin los medios que deberíamos tener para poder decirle con garantías «no se preocupe». Lamentablemente, si nadie en este gobierno «barista y turístico» hace nada por resolverlo deberemos seguir diciendo «de momento hoy no se preocupe mucho, pero mañana ya veremos».
Ojalá estas lágrimas, a diferencia de las echadas por Batty en Bladerunner, no se pierdan en la lluvia del tiempo y de la historia. Si finalmente así ocurre me queda el único consuelo de haberlas echado para que ustedes, mis queridos lectores, puedan ser testigos mudos de ellas y que las validen aunque sea en silencio. Gracias por ello. Descansen en Paz todos los mayores que han muerto y morirán en sus «otras casas». Mi más sentido pésame para sus familiares consanguíneos, y para sus familiares de corazón, sus cuidadoras de las residencias, que los extrañan y les duele su ausencia como si fueran sus propios padres, madres y abuelos.
Aquí seguiremos, afectados porque somos humanos, pro al pie del cañón aunque la vida se nos vaya en ello. Nunca ha valido menos frente a la de los que cuidamos.